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Los/as cuatro que leen esto habitualmente ya saben de mi aversión por las
slow motions domingueras. Las cosas no han cambiado mucho desde ese entonces en esta pálida ciudad, e inclusive hoy he percibido que se han trasladado a los días de semana, precisamente al lunes. Quizás es una cuestión de adyacencia con el fin de semana pero lo que estoy viendo es que o el mundo anda más despacio o yo estoy andando demasiado rápido. Quizás sea esto último, y eso no es un dato alentador.
En mi actividad laboral tengo que andar dando vueltas por los bancos, a veces cobro trabajos con cheques, a veces no, a veces necesito algo de cambio, a veces tengo que hacer trámites bancarios que no son ni una cosa ni la otra.
Los bancos siempre me parecieron la encarnación del mal, de la crueldad
in-your-face, del te la pongo y vos no podés decir nada porque yo la tengo más grande que vos. Te cobro la ineficiencia, y vos no podés decir nada. La inmensa mayoría de las instituciones bancarias tienen tarifas adicionales si, por ejemplo, tenés la osadía de depositar algo en una sucursal que no es la tuya, de dejar el importe de cheque en un limbo extraño durante 48 (cuarenta y ocho) horas antes de pasarlo de un lado a otro, en pleno año 2010 y con la informática y las comunicaciones en el estado obsceno de desarrollo que siempre es resultado de la famosa codicia, que es buena según Mr. Gekko.
Los resúmenes bancarios están llenos de cargos por infracciones que cometemos los ciudadanos por no bancarizarnos del todo, yo afortunadamente manejo muchas de ellas desde el mismo lugar donde estoy escribiendo esto, pero nada me salva si retiro guita en un cajero Banelco del Banco de las Petunias en lugar del Galicia. Las terminales de autoservicio, creadas específicamente para tener menos
headcount que bancar a fin de mes, no funcionan bien, o andan 2 de cada 4 en muchos lugares, y como consecuencia hoy me tuve que soportar a un cadete de una empresa que hizo 12 (doce) depósitos distintos en una de esas terminales, justo delante de mí. Los cajeros no suelen tener sobres para depósito, o no tienen dinero suficiente nunca y es común ver gente haciendo cola en los cajeros a cualquier hora. Cola en los cajeros automáticos. ¿No era que los cajeros automáticos estaban para que no hagamos más colas?
Todo esto ocurría hoy, luego de vagabundear un rato por Parque Patricios, donde casi me permito un momento de hedonismo extremo cuando estuve a punto de clavarme un choripán con vino barato en una parrilla ubicada casi enfrente del Ducó. Los bepis de las fábricas de ahí también están bancarizados y se la ponen igual que a mí, pero yo no tenía tiempo para engullirme el chori en plena Av. Amancio Alcorta. Ellos la pasaban bien, y yo no.
Entonces, tanto arriba del auto a la mañana, como dentro del cajero a la tarde, el mundo transcurría exasperantemente lento. La realidad, tal parece, se está empecinando en tirarme un rato para atrás, y eso, reitero, no es un buen síntoma.
Casi como que me alegré cuando hice caminando unas 10 cuadras al sol de la primera tarde, atravesando Catalinas y yendo hacia Retiro para tomar el tren de vuelta a mi casa. Aquí puedo poner algo de música, picotear algo de la torta que me quedó de ayer cuando vinieron mis hijos, mirar de vez en cuando el río a través de la ventana, no mucho porque la visión de gente despreocupada tomando clases de tenis mientras yo laburo no me causa mucha gracia, etc...
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Pero claro, en el tren línea Tigre, a esa hora, no hay mayoría de profesionales circunspectos y ridículos como yo. Un matrimonio joven, de no más de 25 años se sienta frente a mí con su pequeña nenita, que juega con el celular del padre, dueño de un ringtone odioso con una nenita (otra nenita) cantando en no sé qué idioma. Luego, el tipo manda otro mp3 (su teléfono es más tecno que el mío, lo verifico) esta vez con una actriz que hace voz de nena pero putea a lo loco. La pendejita de no más de 4 años se ríe, la historia cuenta algo como que una chica que trabaja de mucama se "come un bebé todos los años", hace cosas raras con el dueño de casa, y sigue puteando. La nenita se ríe, los padres también. Yo trato de concentrarme en mi libro. No puedo. El tren, obstinadamente, descarta de plano la idea de salir antes de las 15.05 de Retiro, que es su hora pautada. Y el padre de la nena, aparentemente molesto por un par de miradas torvas (no la mía, soy bastante amargo socialmente pero todavía no me da por esas actitudes), apaga el mp3 de la escatológica monologuista, que tiene un acento raro entre paraguayo y boliviano (eso le dice el tipo a su esposa, yo no distingo los acentos).
Otra pareja detrás de mí come un sánguche de milanesa. Yo todavía no almorcé, lo haré en cuanto llegue, pero milanesa, no. Está difícil seguirlo a Scott Fitzgerald y su "Head and Shoulders". Me pongo contento como un imbécil cuando el tren finalmente arranca y todas las conversaciones, toda la vida que estalla a mi alrededor se hunde como en una almohada sónica y el golpeteo de las ruedas sobre los rieles hace homogéneo todo, las expresiones humanas y el zumbido de las máquinas.
De todos modos, el minnesotano Francis perdió la batalla, aterriza en mi mochila, saco los anteojos oscuros y me dispongo a mirar hacia la izquierda las construcciones de 5 pisos de la villa 31. A diferencia de lo que pasa en ese preciso momento dentro de mi cabeza y quizás de mi alma, allí también hay gente que vive, que toma los días de a uno por vez y en ese proceso queda detrás en mi imaginario espejo retrovisor. Uno de los pocos casos donde estar delante en realidad es estar fuera de lugar, es decir, en el lugar más incómodo.
Luego de una tarde relativamente apacible laburando en mi casa, mi amigo F. me llama para saludar. Al fin uno con la vida resuelta, me digo. Siempre admiré a mi amigo F., en parte por eso es mi amigo, un tipo equilibrado, creativo pero sin enloquecer, divorciado hace años pero sin complejo de pendejo rompebombachas, serio pero no solemne, con algunos puntos en común conmigo (si no, no sería mi amigo), pero con ese plus que le da haber madurado antes luego de una infancia no tan fácil emocionalmente. El tipo está arriba de su auto, hablamos de 2 huevadas pero se lo nota nervioso, me consta que habla con manos libres, lo he visto y jamás pondría en riesgo su vida ni la de otros por hacer esas boludeces.
"Estoy yendo a yoga", me dice. Qué bueno. Lo felicito por el control. Los ancianos de nuestra edad, en estas fechas hito que nos han tocado últimamente, intentamos tener nuestro costado zen, aunque no siempre nos sale bien. "Qué control ni tres carajos", me dice. "Salí de Palermo hace 20 minutos, todavía estoy en Belgrano, y tengo que llegar a Villa Urquiza en 5 minutos, a media cuadra de donde se derrumbó el gimnasio hoy."
"Y la putísima madre que lo parió, te llamo más tarde y arreglamos para vernos". Corta.
Uf.
Menos mal que hay tipos normales como yo todavía en esta ciudad.