Ayer a las 10:17 horas pasé por el molinete (estoy leyendo el ticket), pero dos minutos antes estaba haciendo el deporte favorito argentino, la cola, por lo cual me entretuve escuchando a una pareja de adolescentes tardíos que había por ahí, guitarrita criolla amplificada, micrófono con pie, ambos entonando A Hard Day's Night. No eran brillantes, pero no desafinaban tampoco, mantenían el tempo, y hasta me sorprendió escuchar que la minita cantaba las armonías idénticas a McCartney, así de sencillitas y contundentes. Pensaba: para qué cambiarlas si así como están son perfectas, ¿no?
Posiblemente no sólo ellos, sino ni siquiera sus padres deben haber vivido el furor de la beatlemanía, pero ahí estaban, transitando parte de la médula de la canción pop, casi medio siglo después de compuesta esa canción. Minutos más tarde, mientras me subía al subte, estaban atacando Help!.
El día no había empezado mal, entonces, pero cuando volví (ingresé a la estación Av. de Mayo de la línea C a las 11:43am), la parejita no estaba, quizás se había ido a calentar un rato tomando un café o curtiendo un rato de sexo en el telo de la vuelta. Pero había un joven barbado de aspecto prolijo que empezaba con la parte instrumental de guitarra de Blackbird.
No he inventado una palabra de todo esto, no lo necesito para hacer alusiones o presuntos homenajes por cierta fecha redonda de cierto disco de los Beatles, pero todo me pareció como un regalo del Cielo (si creyera en ello) en la mañana fría y destemplada.
Me pregunto, entonces, cómo hizo la humanidad para poder vivir sin la música de los Beatles hasta hace escasos cincuenta años.
Lo cual prueba, por supuesto, que Dios no existe.
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